El auge de Barcelona como una ciudad global la ha empujado a abrazar una serie de políticas neoliberales para competir con otras urbes, la más clara, el fomento del turismo masivo.  El mantra de que el turismo genera empleo y riqueza se ha asentado en la mente de la ciudad, a la vez que sus principales equipamientos de interés se han deshecho de todo rastro de vocación cultural o patrimonial, centrándose en atraer hasta el último visitante.  Grandes eventos multitudinarios han colocado a la ciudad del modernismo en el mapa, contando con hasta 195 grandes congresos en el año 2017 (récord mundial), 240 festivales y más de 800 puntos de interés, entre ellos, 55 museos, para atraer a un público extranjero con ganas de consumir.  Las inversiones en oficinas y los llamados “hubs” tecnológicos atraen cada vez a un mayor número de empresas. El 22@ contrata a jóvenes europeos que se pueden permitir pagar los precios de un congestionado mercado del alquiler. Los llamados expats, inmigrantes de países occidentales, pueden llegar a pagar 800€ por una habitación alquilada a la propia empresa que los contrata, con tal de vivir la “experiencia de Barcelona”.
El auge de Barcelona como una ciudad global la ha empujado a abrazar una serie de políticas neoliberales para competir con otras urbes, la más clara, el fomento del turismo masivo.
El mantra de que el turismo genera empleo y riqueza se ha asentado en la mente de la ciudad, a la vez que sus principales equipamientos de interés se han deshecho de todo rastro de vocación cultural o patrimonial, centrándose en atraer hasta el último visitante.
Grandes eventos multitudinarios han colocado a la ciudad del modernismo en el mapa, contando con hasta 195 grandes congresos en el año 2017 (récord mundial), 240 festivales y más de 800 puntos de interés, entre ellos, 55 museos, para atraer a un público extranjero con ganas de consumir.
Las inversiones en oficinas y los llamados “hubs” tecnológicos atraen cada vez a un mayor número de empresas. El 22@ contrata a jóvenes europeos que se pueden permitir pagar los precios de un congestionado mercado del alquiler. Los llamados expats, inmigrantes de países occidentales, pueden llegar a pagar 800€ por una habitación alquilada a la propia empresa que los contrata, con tal de vivir la “experiencia de Barcelona”.

El turismo supone una actividad pasiva disfrazada de experiencia con el individuo en el centro: a priori creer que se es protagonista, viviendo aventuras y en constante movimiento, cuando la realidad es que sólo se forma parte de un decorado, un consumismo activo en el que no hay integración (y por ende, no hay una experiencia real), no se es más protagonista que en las historias de Instagram,  una sombra en la postal vendida como souvenir. Quien visita Barcelona, una y otra vez, encuentra una ciudad al servicio del consumo. Fiestas, festivales, congresos, ferias, museos, lujos y una suerte de “experiencia límite” en los muchísimos lugares marginales que conviven en las calles. Un pack completo, entre la seguridad del individuo y la exotización de lo desconocido, como si de un safari urbano se tratase.
El posicionamiento de Barcelona como una ciudad global, permite atraer el interés de inversiones de diferentes fuentes. La marca Barcelona, registrada el 2011 y anulada después, si bien en la práctica ha servido para configurar la proyección de la ciudad, pretendía cobrar por el uso comercial de Barcelona. Proyectar una imagen concreta de una ciudad como la condal, que poco o nada tiene que ver con la realidad de sus habitantes, tiene consecuencias en el día a día de la ciudad. Turistas y empresas conforman una suerte de parque temático que vive alejado de los barceloneses, supeditándolos a servir y gestionar sus vidas al margen de la idealización de una ciudad que les da la espalda. Desde la olvidada pandemia del covid-19, no hay datos completos del turismo en la ciudad. El presente 2023 será el primer año que sirva de indicador, y va de camino a romper récords. Sólo hasta finales de marzo de este año, se han recibido a más de 2,5 millones de visitantes (registrados por pernoctaciones en hoteles, hostales y pisos turísticos). En el total acumulado del año 2019, se recibieron en la ciudad a más de 12,8 millones de turistas. 
El principal cambio de tendencia, tan defendido desde algunos partidos políticos, no es tanto la cantidad de visitantes, sino que estos alargan su estancia. La media de estancias en los diferentes establecimientos y pisos turísticos ha aumentado hasta las cuatro noches por persona, aumentando así el gasto. Esto se traduce en un aumento del famoso “turismo de calidad”, que no es más que una forma de decir que se prefiere a una clase social en vez de a otra, por los problemas de civismo que se han vivido en los últimos años, un turismo de borrachera atribuido a las clases bajas. Una elitización que va de la mano de los precios de museos, centros de entretenimiento o el ocio. Por poner ejemplos, una media de 30€ por persona en los grandes museos de Gaudí, 35€ el Tibidabo con el Funicular, 12€ el desconocido teleférico del puerto o los casi 40€ de la visita completa a la Sagrada Família. Una privatización del patrimonio, que en su derecho a promocionarse y financiarse con las entradas, ha dado la espalda completamente a las personas que viven en la ciudad para maximizar sus beneficios. El Mobile World Congress, punta de lanza de los más de 190 ferias y congresos que ha llegado a alojar Barcelona, sobretodo en la Fira, ha sido el gran escaparate del este modelo que ha degenerado en una marca extractivista. Todo ello no contribuye a eliminar el famoso turismo de borrachera, sino que lo marginaliza y empuja a ciertos espacios, creándose así guetos turísticos que  en conjunto conforman todo el ecosistema turístico barcelonés, que se aprovecha de la liminalidad de las vacaciones, y da lugar a una sensación de impunidad y saberse privilegiado.

En esta situación, cabe preguntar, ¿Dónde queda quien vive en Barcelona? La experiencia Barcelona mantiene al residente (y lo expulsa) como parte del decorado de su viaje, que no vacaciones o escapada turística, viaje trascendental por la romantización de una ciudad que no sería nada sin sus habitantes. El pasado invierno, no supe responder a una pregunta sencilla: “¿Qué puedo hacer en Barcelona, si no quiero gastarme mucho dinero con mi família, estos tres días?” Respondí que “Pasear. Y ni siquiera por todas partes”. Al final, vivir en la ciudad del modernismo queda cada vez más lejos del habitante medio. En un contexto de crisis climática y ambiental, social, económica y cultural; la deriva neoliberal de la marca Barcelona, la está convirtiendo en una ciudad por y para ciertos privilegiados, asistentes de un museo al aire libre para su uso y disfrute, incapaces de ver que son quienes pagan todo el cartón piedra de este enorme decorado. La Barcelona Experience es una mentira, que a base de tarjeta de crédito, se apropia del patrimoio, cultura y calles de todos y todas las residentes. Y hasta de nuestras casas.

Trabajo final de Fotografía Documental, Escuela Date Cuenta.
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